Viernes 25 de Marzo de 2011

Lo bueno de Dios es que vive entre las nubes

Por La Reforma

Soy nicaragüense, hijo de un cubano que llegó a este país para contribuir con una causa que parecía justa. Azuzado por su edad y la rebeldía de los ochentas, se enfiló en la conflagración contra el imperio. Sin embargo, fue hasta que su vida se truncaba a cusa de un disparo, cuando concibió que la transformación por la que luchaba se había desvirtuado, y así formó parte de las cifras de disidentes del régimen castrista. 

Como era de esperarse, crecí en un hogar libre de politiquería; quizás por el racional temor de mi padre a que su descendencia sufriera del mismo apasionamiento que casi le cuesta la vida o por su simple infidencia ante una sociedad abnegada a la política. No obstante, él se encargó de impregnarme su prodigioso hábito a la lectura, lo que me sirvió para vislumbrar, sin fanatismo alguno, mis propios pensamientos sobre Dios y los gobernantes. Sin embargo, a Nicaragua la invade una tragedia superior a la politiquería; la asalta la desventura de una personalidad que discierne a sus congéneres como extraños. A Nicaragua la embarga esa infeliz peculiaridad que Pablo Antonio Cuadra ilustra acertadamente en su ensayo “El nicaragüense”, y que esta frase magistral explica: “En el criterio de cada nicaragüense, el “yo” es inteligente. El “nosotros” estúpido”.

Esa actitud es la condicionante para que siempre haya alguien que desvirtúe a su beneficio un proceso social, económico y cultural. Dejamos de ser partícipes y nos transformamos en observadores; esperamos calles limpias y las ensuciamos, repudiamos al sistema corrupto y pagamos coimas, pero al momento que alguien pregunta: “¿Quién quebró los platos?” es más fácil adjudicar la culpa en porciones; una parte a los políticos y otra a Dios, que lo único malo que ha hecho es vivir entre las nubes.

Cuando Pérez Baltodano afirma que: “La revolución representó un cambio en la dirección del pensamiento político nicaragüense. Pero la oportunidad se perdió”, deja entre ver el producto de nuestra cosecha. Y es que cultivamos un pueblo autómata para los regímenes; de una dictadura pasamos a un socialismo del que esperábamos bienestar absoluto. Lo que creímos era un cambio de sistema tan sólo fue uno de dirigente. Y sobre esa tierra infértil, continuamos sembrando con semillas de capitalismo salvaje, del que esperábamos modernidad, y del cual únicamente obtuvimos más desigualdades y atraso. 

En la actualidad seguimos sembrando y esperando un buen producto; aguardamos por políticos de calidad, mientras ellos, que son los frutos de esta cosecha, siguen en la disputa por descifrar quién dañó la tierra primero. En parte, y no es que justifique tanta villanada, no los podemos culpar porque les enseñamos que es mejor “yo” que “nosotros”.

Justo como lo platea Pérez Baltodano: “Vivimos sólo la teatralidad de la democracia” y desde nuestros inicios, vivimos en teatralidad todos los procesos sociales de trascendencia. Hasta nuestra visión de Dios cuenta con una suma de la picaresca que nos caracteriza; gracias a la conquista, hoy vemos como mejores las materias extranjeras que las nuestras, es por ello, que en ninguna otra parte del mundo un evangelio nuevo gana tantos seguidores como en Nicaragua, esta circunstancia me hace concluir que la única razón que debe frenar a Dios para no enviar otra gran inundación, es que la primera no ha dado resultado.